En el siglo XII, el galgo Guinefort fue asesinado por su dueño justo después de que salvara la vida de su hija. El arrepentimiento del señor de Villars-les-Dombes provocó el culto al perro santo que se extendió pese a ser prohibido por las autoridades religiosas.
Escucha el podcast o ve a descargarPese a que hay quien sostiene que entre los santos hay más de un hijo de perra, el galgo Guinefort, que vivió en la provenzal villa de Villars–les–Dombes en el siglo XII, es el único cánido que, legítimamente, alcanzó la dignidad de santo de la santa madre iglesia católica, apostólica y romana. El señor de Villars convirtió, preso de la locura, en mártir al animal. Un día, al volver a casa después de una larga jornada de asueto, el noble encontró revuelta la habitación de su hija pequeña. Con el morro manchado de sangre, un movimiento de cola que inspiraría a los pioneros de la relojería y un prurito orgulloso superior al habitual, el galgo Guinefort se le deshizo en los honores y reverencias inherentes a su categoría de amo. Con la salvedad del tinte rojo del hocico, la escena se repetía fielmente cada día. Pero, … El rastro sanguíneo inquietó al noble provenzal. Algo olía tan mal en Dinamarca que el hedor llegaba a la Provenza y borraba el característico rastro de albahaca, lavanda y tomillo que dio fama a esas tierras. Esa sangre… ¿De dónde venía esa sangre?

Sin consumirse, como la zarza de Moisés, ardieron las sienes del señor de Villar. La cuna de su hija y el hocico del lebrel estaban teñidos del mismo rojo sangriento. Cuánto rezó el noble para que la sangre de su hijita fuera tan azul como decían las leyendas. Cuánto maldijo el día en que regaló su confianza a ese chucho del averno. Espoleado por la traición, legitimado por la inequívoca apariencia y ciego de ira, el señor de Villars-les-Dombes se convirtió en pionero del arte de Cúchares y hundió tremenda estocada en lo alto del nido de las agujas del entregado galgo Guinefort. De haber sido otras las circunstancias, esa estocada hubiera echado abajo la Monumental de Las Ventas, hubiera traído orejas, gloria y vueltas al ruedo hasta quedar mareados. Pero no se puede salir a hombros por una puerta que aún ni se ha soñado y, en vez de palmas y gritos de ¡perrero!, ¡perrero!, el señor de Villars-les-Dombes escuchó el fantasmagórico llanto de su hijita.
– ¿Qué haces Castellar? No oyes llorar a la cría.– No era su cabeza la única que percibía el llanto espectral. El maligno se había apoderado de su voluntad. Su hija reía ahora en brazos de su señora, la señora de Villars-les-Dombes. La había sacado del cesto de la ropa sucia. – ¿Qué le has hecho al perro? ¿Has estado bebiendo otra vez? ¿Qué hace una serpiente muerta en la cuna de la niña? Castellar, esto no puede seguir así. Esto es un desastre total. Tienes que ponerte en manos de un profesional.

No era la primera vez que el poderoso señor de Villars perdía la cabeza, pero sí que la encontraba. Nunca había sentido remordimientos. Lo que pasa en los tribunales se queda en los tribunales. Estaba acostumbrado a repartir justicia entre sus súbditos y su gabinete de arbitrariedades era ambicionado por los más célebres coleccionistas internacionales. Al fin y al cabo, la ley no es más que un instrumento que legitima los antojos de los elegidos, y él era uno de ellos. El más en aquellas tierras. Pero esta vez sintió que había llegado demasiado lejos. Su fiel galgo Guinefort había salvado a su hijita del ataque de una fiera serpiente, del odioso reptil que engañó a Eva y condenó al trabajo a sus súbditos, y él, engañado por el «arreglo» de la fiscalía, le había recompensado con una estocada de las que en el futuro abrirían la puerta grande de Madrid. Tamaña injusticia debiera ser subsanada, pero la justicia de Castellar Villars-les-Dombes sólo era de este mundo y Guinefort ya no estaba adscrito a él.
– ¿Disfrutan los perros de la vida eterna? ¿Y las pulgas? –se preguntó el arrepentido noble. Las cosas de palacio, aun episcopal, van despacio. La cuestión podía dar para varios concilios y su ansia de contrición era urgente, así que, como dicta la costumbre, el señor empleó el libre albedrío y la ley en su favor y enterró al perro en loor de santidad.
Si Guinefort había salvado a la niña de la temible serpiente que había condenado a la humanidad al ganar el pan con el sudor de alguna frente, qué no podría hacer el santo lebrel para proteger los hijos de sus devotas seguidoras. El inocente chucho, al que la muerte no privó de su gran corazón, devolvió con milagros oferendas y reverencias. Pese a sus pías intenciones, el círculo de fervor, veneración y favores sobrenaturales se convirtió en vicioso y ganó terreno hasta llegar a Roma. Nada en el nombre de Guinefort remitía a su condición canina, así que la curia vaticana ató en la tierra y en el cielo que sus fieles se refirieran a él como San Guinefort y que su tumba y su arbusto fueran un santuario con todas las de la ley. De la ley de Dios, ni más ni menos.
Todo era felicidad en el bosque de Villars-les-Dombes. La seguridad de los hijos da muchos quebraderos de cabeza y si París bien vale una misa, qué bobada era una peregrinación desde Lyon ante tamaña recompensa. Pero un maldito día de 1246 llegó allí Esteban de Borbón, que no era campechano sino dominico. No sabemos si para seguirlas o para fiscalizarlas, estudiaba las vidas de los santos. Por eso preguntó por San Guinefort, cuya festividad se celebraba el 22 de agosto. ¿Cuáles eran sus méritos? Fue la primera vez que la jerarquía clerical se percató de que San Guinefort era el primer perro santo. ¡Qué disparate! ¿Cómo iba a ser santo un perro? ¿Cómo sabrían que no se trataba de un perro judío? ¡Anatema! ¡Herejía!

Cómo se arrancan los galones a un cabo degradado, la autoridad romana arrancó el aura al buen lebrel Guinefort, destruyó su lápida, quemó sus restos y reservó excomunión a quien acudiera con intereses devotos a aquel lugar de herejía. No llegó muy lejos el predicamento de los papistas y el culto a San Guinefort se mantuvo hasta la década de los 30 del siglo XX.
«San Guinefort, protégenos de los idiotas y de las serpientes malvadas».