El nudismo como emancipación.
A principios del siglo XX empezó a aparecer gente en cueros en las orillas del Manzanares. Para escándalo de los bienpensantes, tomaban baños de sol para volver a la naturaleza y lograr su emancipación.

Hubo un tiempo en que nuestros abuelos chalados eran tan indiferentes al flamante siglo XX como al trasnochado XIX. Era un tiempo en el que los unos querían correr en automóvil y los otros romperse la crisma volando como pájaros mecánicos, en el que los menos bailaban el cancán atiborrados de champán y los más pasaban un hambre canina en una jornada fabril que era más larga que un día sin pan. Fue el tiempo, horror para las mentes calenturientas, en el que los cuerpos desnudos salieron de cuadros y esculturas, dejaron las ropas con el pudor y, en la orilla de los ríos, descuidando lo que de sí mismos les ordenaron que debían ocultar, se bañaron con el agua, con el aire y con el sol.
La revolución industrial y el influjo proselitista de sus artilugios no necesitaba amenazar con desplazar al hombre del centro de su civilización. Ya lo había hecho. El poder de las máquinas y la transformación de la totalidad de las cosas en inútiles y antiestéticas mercaderías, había empujado a la humanidad al abandono del campo y el aire libre para concentrarse en insalubres cuchitriles fabriles, altares en honor a la lucha del hombre contra el hombre para mayor gloria de la máquina, centro y negación de la nueva vida y ejemplo a imitar por el viejo hombre nuevo.

En 1904, el gobierno de Maura aprobó la Ley de descanso dominical. Aunque sólo los domingos, algunos escépticos decidieron acercarse a la naturaleza y dejar de lado la continuación del embrutecimiento fabril en forma de tabernas, tascas y cantinas. Comenzaron a fraternizar en las excursiones de los Clubs Excursionistas, después, algunos locos fueron a más y comenzaron a bañarse y hacer gimnasia en cueros en la orilla de los ríos. Estaban desnudos, no como Dios los había traído al mundo, pues si algo les había traído a la vida era el amor de una madre, no ese señor malhumorado que se expresaba por medio de portavoces, ataviados con extraños gorros y sotanas insalivadas de olor rancio, que igual que veían a su jefe en una zarza ardiendo, se empeñaban en ver pecado donde sólo había un cuerpo humano.
Es el traje –decían los impúdicos– el causante de la anormal función cerebral del sexo. Es la represión del cuerpo, la imposición de una absurda jerarquía en él, la forzada ocultación de unas partes y no de otras la que hace a los meapilas ver una pornografía que sólo existe en sus mentes, en sus cerebros contagiados por preceptos secularmente contumaces. Todos los cuerpos son bellos, también los que no lo son. Si alguno no lo fuere, no es por sí mismo, sino por la superstición de un dueño que se entiende inaceptable. El desnudo no es sólo saludable, también es sincero. Pero que nadie se engañe, que somos del amor libre y de la revolución sexual. ¡Qué bien lo dijo María Lacerda de Moura!: ¡Amaos más y no os multipliquéis!


Todos se dieron cuenta de que el siglo XX era un hecho cuando llegó la gran guerra del 14. Esa que fue festejada cuando se declaró y que luego mató a varias generaciones y al mundo anterior a ella. Cuando se dieron cuenta de la que se venía encima, muchos acudieron a los ríos a desnudarse. El mundo se desmoronaba. Cada cuál tendría su motivo. En medio de la locura, muchos se desvistieron por la patria en Alemania, y el nudismo teutón se transformó en símbolo ultranacionalista antes de que sus correligionarios nacional socialistas les hicieran ver que el imprescindible uniforme es imposible sin ropa.
En Iberia, donde el clima se mostraba casi siempre más propicio a deshacerse del vestido, como hubiera sido risible el desnudarse por la patria, muchos lo hicieron por su emancipación. Abandonar los prejuicios de las vestiduras era también prescindir del marcador clasista de la ropa y, además, una protesta contra las normas de una sociedad que trabajaba incansable en la aniquilación de sus elementos díscolos. Durante los años treinta, el nudismo creció en la catolicísima España hasta el punto de generar la alarma entre quienes temían por el futuro de telares, sastres y modistas. Fue entonces, cuando los que escondían lo corrupto de sus seres debajo de los uniformes, aquéllos a los que, por decoro, nadie había obligado a desnudarse, forzaron a vestirse a los nudistas con trajes de rayas. A otros, les enseñaron el camino a otro mundo donde quizás les entendieran mejor. Un sendero que se iniciaba en las cunetas.


