El mapa que mandó a Colón a América (Podcast)
Colón estudió a fondo el mapa de Martellus antes de acudir a Isabel la Católica en búsqueda de patrocinio para su viaje a las Indias. El marino genovés murió convencido de que había llegado a Japón y lo describió como el alemán Enrique Martelo en su mapamundi de 1491.
Ir a descargar
En su retrato de la costa oriental asiática, el Globo de Hunt-Lenox se exculpa con un aviso a navegantes: «Hic sunt dragones» («Aquí hay dragones»). Que nadie pudiere, sin faltar a la verdad, culpar a esta pionera de las bolas del mundo de las desgracias que la soberbia de su curiosidad y la osadía de adentrarse en lo desconocido le ocasionare. No es único, ni extravagante, el caso de este globo terráqueo de la primera década del siglo XVI que protege en nuestros días la Biblioteca Pública de Nueva York. Algo que no sorprende, pues es el primero en su especie que acoge América en su seno.

Ya nuestro adorado Plinio el Viejo, enciclopedista romano que era de Commun y del Siglo I, sostiene que cada animal terrestre tiene su equivalente en el mar. Resultó un acicate inspirador para la imaginación de cartógrafos e ilustradores que se aferró a la teoría de Plinio para diseñar las criaturas más sorprendentes que jamás se vieron en los mares fuera de mapas, leyendas y pesadillas.

Serpientes marinas, gorgonas, sirenas, ballenas y dragones atestaron los confines de los océanos dibujados, mientras amainaban el horror vacui, sustituían la exploración y alentaban el siempre necesario miedo al desconocido. Como la forma de los acantilados, islas y continentes, los monstruos marinos saltaron en comandita de un mapa a otro. ¿Quién habría de enmendar la plana a su predecesor sin pruebas científicas de su error?

El pez Jasconius, sobre el que San Brandán, irlandés y navegante, ofició una misa de Pascua en el siglo VI sin coscarse de que no era isla sino ballena, deambuló por los siglos de los siglos, como el holandés errante por el Océano Atlántico. Cerca de Tierra Santa, los mapas reflejaban la imagen ballena que tragó, y al tercer día regurgitó, al rebelde profeta Jonás que, en vez de cumplir el mandato de Yaveh de predicar la buena vieja en Nínive, intentó inaugurar el turismo de sol y playa en la península Ibérica. Y no fueron estos los únicos cetáceos que vivían en las cartas, fieros rorcuales, con distintos semblantes y fealdad abultada, pueblan las ignotas manchas azules de los mapas.
Los ictiocentauros eran combinación de pez con centauro que poblaba los mares del norte; la gorgona, medusa mitad mujer mitad serpiente, convertía en piedra a quien la miraba en la Isla de Man; híbrido con cuerpo de ave, rostro de mujer y cola de pescado, las sirenas de los mapas convocaban,con voz dulce y plena de musicalidad, al desastre a los marineros del Mediterráneo. No faltaban calamares gigantes, como el Kraken que Sverre, rey de Noruega, avistó en 1180, o la bestia marina que, según la mitología escandinava, medía casi una milla de largo y se entretenía atacando embarcaciones y merendándose a la tripulación.
Nunca sabremos si los sciápodos (sombrapiés) se extinguieron o si nunca existieron fuera de los mapas de las zonas tórridas de las Antípodas. Tenían una pierna única y un sólo y enorme pie con el que, a falta de elegantes pamelas o sombrillas de encaje y seda, se resguardaban de los rigores del hiriente sol. En lo que hoy llamamos Libia y antes de ayer era Marmárica, habitaban los cinocéfalos (cabezas de perro), y los blemias, una extraordinaria raza de hombres que por no tener cabeza, llevaban los ojos en los pechos y la boca en el tórax. Su existencia no requiere de fe, está documentada en las Etimologías de San Agustín. Eran los blemias similares a sus vecinos egipcios, los Epiphagy, que tenían ojos en los hombros, lo que les dificultaba el uso de gafas. Los abarimon de los montes Imanes tenían los pies hacia atrás, lo que no era óbice para correr que se las pelan. Por su parte, los hipopodios del mar Báltico los tenían hacia delante, pero no eran pies sino pezuñas equinas. Los terrígenos del mar negro tenían seis brazos, los arimaxpos de Siberia un único ojo, lo que les restaba perspectiva al batallar con los grifos, que eran mitad león y mitad águila. Los Balor del norte de Asia vivían sin trigo y sin carne de ganado y los Panotti, tenían las orejas tan grandes que podían usarlas como saco de dormir.

Ante el panorama que pintaban los mapas, la sociedad que dejaba de ser medieval reservó el oficio de explorador a los más chalados e inconscientes de sus miembros. Pero cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana, y allí apareció el geógrafo alemán Heinrich Hammer que, probablemente nacido en Nuremberg sobre 1440, trabajó en Florencia entre 1480 y 1496 con el nombre de Enrique Martelo Germano. En 1491 hizo un mapamundi de gran formato, 2 metros por 1,20, y bajo presupuesto, lo que le impidió contratar a un dibujante que le pintara monstruos y leyendas. Hay quien dice que la ausencia de amenazas en el mapa de Martelo animó a Colón a intentar hacer las Américas. Otros dicen que fue por huir del hedor de la infecta camisa de Isabel la Católica. Por decir que no quede.